El manantial

by - viernes, junio 12, 2009

Buenos Aires, 1998.
Ediciones del valle.
Ilustraciones de Pérez Celis.
Poesía.

 

El regreso a Espenuca 

El sabor del aire, ondeante, sobre la tierra. Anoche soñé con ella. Hechizado caminaba por senderos sacralizados de un bosque extraño, silencioso. Serenamente. Había dejado ciudades y villas. Olvidado arquitecturas románicas, espacios y voces familiares. Recordaba tumbas, monumentos funerarios, iglesias con testimonios piadosos, pórticos medievales. A través del camino, fui tras las huellas de mujeres amadas. Estaba solo y cruzaba un pequeño puente por el que podía pasar una yunta de bueyes. Me acompañaba una música dominante, elemental, y la llovizna inmemorial como un velo mágico. La luz ofrendaba el tiempo que labra árboles y piedras. El paso era de quien marcha solitario entre sombras. Acudía a un llamado sutil. El universo vibra en las apariencias de la nostalgia. Gozaba de la hierba inocente, de las imágenes que circundan viejos ritos. El cielo azulísimo llevaba la inmovilidad de un viaje inconcluso. He aquí, me dije, una vida que fabula signos, nieblas inaccesibles. Desde las estrellas dioses paganos fulguran. Delicada y fuerte realidad. De pronto una casa. Abandonada. Se abrió la puerta y una mujer me pregunta: "¿Qué buscas?". Busco a un niño que se perdió, le respondo. A un niño que creció entre el sollozo y la memoria de días descifrados. A un niño que creció del otro lado del mar y desea abrazar a su padre que vivió en esta casa, en esta perdida aldea de antiguos labradores. "Pasa", me dijo. "Otros han venido tras el aroma inmutable y no los dejé entrar. Allí está tu padre, con los zapatos embarrados, soñando desde el mirador que su hijo lo encontraría. Deja ya de vagar por la nostalgia y la ansiedad de la noche." 

Octubre de 1995 

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Los trasnacidos 

Levanta los brazos, por el aire inmóvil, como alas. Era el hijo de un soplo, del gesto imborrable de los siglos. Ecos breves que llevamos los trasnacidos. Ahora la noche transcurre con dolor, en la penumbra de los íntimos cuartos. Recuerdo que llegué a estas tierras perseguido por el hambre. Aquí levanto la voz y el puño contra la humillación. De mar a mar la insignia roja. De mar a mar. Desnudo veo envejecer el mundo, repito la fiebre y los fantasmas, mientras el viento ordena con impaciencia nombres y fechas insurgentes. Todo ha cambiado en otro amanecer. Ahora la lluvia, el jazmín que la tarde deshoja. Los días y sus travesías ordenando lo que el corazón escucha. Y siempre la ausente, la que llevamos como una sombra embarcada en los ojos. Y sé que por estos bosques sagrados por los que camino absorto se ocultaron antiguos guerrilleros que combatían desde la soledad al gallo negro. Llevaban un pañuelo rojo en el cuello. Y la tenacidad de los que se saben derrotados. Detrás el recuerdo, los duendes que rondan robles y pájaros secretos. En el aire el vocerío de los niños, la impaciencia que es necesario sosegar. Hay voces que me llegan: "A los señoritos no les gusta la lluvia". Somos los que quedamos, los subversivos que combatimos en esta tierra oprimida y exiliada. 

Noviembre de 1995 

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El manantial 

Atisbando apenas la niebla de los espejismos y de la magia, percibí que la llovizna aventaba los últimos días del otoño. Todo vuelve. Construyo sobre la lumbre del mar y la campiña el reino de mis padres. Aquí habitaban. Almas suspendidas, el rostro sereno de pastores remotos. Solitarios pronuncian oraciones, interrogan raíces, mensajes del cielo. Soy el príncipe de Espenuca, el poeta que nació en el destierro protegido por la inocencia de la lágrima, por el regazo tibio de la madre. He desandado el camino de leyendas, de lejanas migraciones. He descifrado el sueño que los dioses celtas me otorgaron. En moradas de piedra fui penetrando con la noche. Transparencia que nutre afecto y memoria. Transité ese sendero, toqué la casa, los lares, lloré en el bosque de rodillas frente a una iglesia abandonada. Y vi el camposanto sin los muertos del exilio. Sin la ceniza que la divinidad puso en la vegetación o en las barcas de la osadía y el dolor. Así sellamos el silencio, la resignación, el alma que nos devuelve la total evidencia. Con la congoja de una señal profética mi hermana regresó. Una anciana le preguntó: "¿Qué buscas?". "Soy de la misma sangre de un niño que se extravió, que vio la sombra de su padre en el mirador. Busco la casa de aquellos labradores". "Ven, respondió la anciana. Desde que llegó aquel poeta todo ha cambiado. Vienen gentes de otras tierras a preguntar sobre la nostalgia y el amor. Debes beber de esa agua, de ese manantial. Allí bebió tu hermano y refrescó su frente. Desde ese día todos lo hacen". La evocación es una divinidad que calla y florece. 

Otoño de 1996


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