Cuaderno del príncipe de Espenuca

by - martes, junio 16, 2009

Buenos Aires, 2004.
Centro Betanzos Ediciones.
Ilustración de Mercedes Puente.
Prosa.


Lo que fui y lo que soy se contemplan. Con la desigualdad de las primeras letras empecé a descubrir el mundo. Percibía vibraciones en las ramas de los árboles, en la noche visible de misterios. Con exaltación buscaba los tesoros ocultos en la biblioteca de mi hogar. Los anillos con sortilegios, reyes de poderosos secretos, encantamientos, transformaciones de princesas lejanas, castillos con duendes y enanos, hermanas envidiosas... Aquel anhelo de la infancia fue el propulsor del poeta que en la adolescencia comenzó a intentar revelar lo inalcanzable, las estremecidas palabras que desde la nostalgia se embriagaban de infinito. Ahora la mirada y el fervor tienen el símbolo de lo íntimo. 

En verdad estas páginas son divagaciones de un caminante que se deja llevar por sus emociones, por sus pensamientos. Paseo por las calles de las grandes urbes o por frondosos bosques. Reivindico una vida sencilla. Tengo admiración por la naturaleza y un compromiso social que en el fondo no es otra cosa que la desobediencia civil. Intento abarcar con la mirada la inmensidad del mar. Al elevar los ojos otro tanto quiero hacer con el cielo. Son símbolos de mi propio infinito, una parte de la mitología, lo nimio de la existencia humana. Permanecen en mí imágenes de árboles, de piedras, de animales. Nos movemos entre el alma y el cosmos. En la medida que simplificamos nuestra vida, que sentimos la presencia del tiempo, advertimos la época decadente que nos toca vivir y escuchamos el latido de nuestro corazón. “El hombre, dijo Píndaro, es el sueño de una sombra”. 

Recuerdo a un niño sentado en las rodillas de su padre. Evoco el eco de otro tiempo en el sonido del cristal, la belleza junto a la vigilia y la divagación, la llaga sobre la soledad de los trofeos. Y el índice de ese hombre señalando un lugar del mapa al cual yo no llegaba. Y la insobornable lámpara del verso y la plural semilla en la alegría de los geranios rojos, de los héroes civiles de una mitología olvidada, de la ternura y la vitalidad. Todo ha desaparecido. El padre ha muerto y ese niño es este hombre que trabajosamente intenta recuperar visiones, palabras lejanas, leyendas invisibles en la soledad de los sueños confusos. El tiempo ha modelado la voz de la pregunta. 

Irremediablemente el reino de la muerte ha soterrado los últimos pastores de ese país de plegarias y celajes, el reino de los dioses con palabras sosegadas y cantos fugitivos. La divinidad de los hombres se halla en la inocencia de la infancia; el fuego elemental santifica la memoria. 

Nací una madrugada de julio de 1946. Puedo decir que mis recuerdos de la infancia se me presentan llenos de júbilo; es una región lejana donde la memoria y la imaginación trabajan su espacio, su palabra. Mi adolescencia y juventud forman parte de las plazas, de la melancolía, del amor. Llevo la aventura de las tardes de estudiante y la admiración a mis mayores. Fui mal alumno y sincero contemplador de la naturaleza. Creo que desde esa época el ocio y la lectura fueron mis cómplices. 

Estoy convencido de que mi risa fue fácil vencedora del hastío y de la hipocresía. Sé que la vida es demasiado esencial y que por eso mismo es absurdo hablar de éxitos o de fracasos. Pienso que cualquier mito o sueño es más importante que un dogma. Siento que la intimidad y el asombro son las ocultas virtudes de la belleza. 

Descubrí para siempre que la mano que escribe vale tanto como la mano que ara.

Una ética existencial es lo único que puede hacer frente a las teorías totalitarias, a las convicciones políticas o religiosas, a la insensatez de los premios o a la vanidad de los cenáculos literarios. 

Sospecho que el poema es la intuición más clara del devenir. Y que en el fervor de la noche vibra la insurrección del alba. 

De adultos comprendemos que nos han ido acompañando personajes. El niño, el adolescente, el joven. Siguen viviendo en nosotros a través de los sentidos, de los sueños, de una realidad compleja. Descubrimos, además, que las cosas las vemos mediante los recuerdos que cada uno de esos seres cobija. Al sentir por ellos todo lo vemos por primera vez. Vamos ordenando –a veces de manera consciente, otras no– diversos esquemas, símbolos, instantes del absoluto. Somos costumbre, somos animales rutinarios que nos habituamos a cierta liturgia. Por eso al evocar nos enriquecemos: recordamos lo olvidado de manera distorsionada, postergamos el dolor u olvidamos el sufrimiento, así somos felices pues como en una creación fantástica aludimos a infinitas posibilidades. Paso ensoñando días y memorias. ¿Cuándo toco fondo de verdad? Nunca. Así como la poesía es repetición de un esquema mítico, la vida de cada uno reitera esquemas familiares, fragmentos, voces, ilusiones. Postergamos decisiones pensando que la esperanza hará algo por nosotros. Para la mayoría de la humanidad la felicidad es esa constante, ese imaginario que la hace creer en algo y que en el fondo es un equívoco de la memoria. Y a pesar de todo esto creamos. Y descubrimos la vida con estupor, en el prodigio del espíritu. 

Debo decir que mi primera niñez ha sido vital y llena de alegría. Que fui un adolescente díscolo, enamorado de aventuras literarias y muchachas hermosas. Que fui mal estudiante y tenaz lector, maravillado por el deporte y por el ocio. Que viví rodeado de amigos vagabundos y pendencieros, de generosos jóvenes en busca de su destino incierto y complejo, que sufrí la muerte de mi madre y el amor de una niña de ojos claros. Que soñé viajar en barcos, recorrer países inauditos, copular con princesas, hacer estallar el Estado. 

Mis abuelos fueron campesinos. Trabajaron la tierra de sus amos. Cosecharon el hambre y la humildad. Partieron de Galicia para encontrar la vida en estas tierras. Trabajaron los puertos, hombrearon el silencio y el salario. Conocieron las huelgas, las proclamas, el miedo. Se murieron sin saber el alfabeto, sin conocer las voces del destierro. Ese es mi linaje, mi abolengo, mi primitiva historia. 

Mi padre trabajó en el campo desde los cinco años. A los nueve, en esta tierra, producía dividendos en una fábrica de vidrios. Doce horas por día y el jornal. Mis tías hilaron el infierno en las hilanderías. Mi madre era modista. Doce horas diarias de trabajo. Los domingos cantaban canciones lejanas, las recordadas muñeiras. Y se iban muriendo de nostalgia, con la honestidad y la pobreza escondida en sus cuartos. 

A los catorce años mi padre conoció a unos franceses socialistas. Allí empezó todo. Aprendió el castellano y el francés, recordó el gallego en otra latitud y en otra historia. Con su voluntad de hierro y su conducta comenzó con Zola, con Galdós, con Quevedo. Luego llegaron Hugo, Cervantes, Shakespeare, Schopenhauer. Y los periódicos socialistas y anarquistas de la época. Y la Semana Trágica y la Patagonia. Allí comenzó todo. Las canciones ateas de la infancia, la ironía cotidiana a “la justicia”. El rechazo. 

Rodeado de alegría y discusiones violentas, de fanatismos ciegos y de esperanza, poco a poco fui recorriendo el mundo. Odié la demagogia, el populismo, la actitud chabacana. Sin saber cómo fui republicano, defensor de Dreyfus, admirador de Castelao, enamorado de Goya y de Picasso, apologista de Chaplin, lector de Rosalía, gustador de Mozart y de Segovia, soñador de Salgari, cómplice de manifestaciones antitotalitarias, confidente de reuniones, marginado escolar, con la escarapela española en actos públicos, delirante y desobediente, expulsado de colegios por mi conducta, aburrido en las clases, prófugo en las canchas de fútbol y en las plazas. Sin un centavo; irreverente y vagabundo leía a Pratolini y a Fernández Moreno. 

Mi padre me hablaba de los cuentos populares de su aldea, de las viejas historias al pie del fuego que acompañaron su infancia en las frías noches de invierno. De cómo miraban una cometa en el cielo o el rebuzno, apesarado, de los burros. De las plantas y de las piedras que tienen propiedades mágicas para los puros de corazón. Escuchaba leyendas de moros, de tesoros, la presencia del culto a los muertos. Creo que fue él quien me contó una tarde de la dorna con vela de nenúfar que vislumbró en las cercanías del puerto de A Coruña. 

Cuando don Manuel o doña María Manuela me hablaban de esa Galicia rural, echaban mano a los recuerdos de la infancia pero sabían –inconscientemente- que con ellos moría una presencia milenaria. Sospechaban que aquí, en Barracas al Sur, tenían un mundo con cierta esperanza, pero en el fondo desconfiaban de estos arrabales. Tal vez mitificaron aquel rincón al que , por otra parte, jamás quisieron regresar.



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